Eidon 56 – Intervista con Diego Gracia

Diego Gracia: Como algunos otros europeos, tú hiciste tu particular peregrinaje a los Estados Unidos, por aquellos años la Meca de la bioética, y entrevistaste a sus fundadores. Fruto de ello fue un libro que publicaste el año 1995 con el título de La bioetica: Biografie per una disciplina. ¿Qué recuerdos tienes de tu viaje iniciático a los Estados Unidos?

Sandro Spinsanti: El primer contacto con la bioética pasó necesariamente por Estados Unidos, en particular con la Universidad de Georgetown en Washington D.C., que estableció los primeros cursos, además de haber promovido la gran Enciclopedia editada por Warren Reich. Los encuentros con los bioeticistas de Estados Unidos no fueron los únicos que me introdujeron en este nuevo campo de reflexión y práctica. Tras
entrevistar a una quincena de estadounidenses, establecí contactos en profundidad con otros diez europeos y asiáticos y luego escribí las biografías. Entre ellos también estabas tú, Diego, uno de los fundadores de la disciplina. Lo que me llamó la atención fue que los pioneros de la bioética no encontraron la disciplina ya hecha sino que tuvieron que crearla. No de la nada, por supuesto. Los primeros en llegar a este nuevo campo se vieron en la necesidad de partir de, y a la vez transformar, la ética médica
tradicional, la deontología de las profesiones de la salud, así como las construcciones conceptuales de la moral religiosa y los sistemas éticos elaborados por la filosofía moral.
Los primeros bioeticistas provenían originalmente de disciplinas como la filosofía, la teología, el derecho, la historia de la medicina, la medicina forense, la psicología, la antropología cultural. Algunos ejercían como médicos o enfermeros. La bioética se formó porque los académicos abandonaron su nicho cultural y se convirtieron en algo diferente a lo que eran por formación y posición académica.

Con todas las salvedades que sean del caso, yo también me reconozco en este esquema. Yo también entré en la bioética por la puerta trasera, como todos los cultivadores de la primera hora, aunque solo fuera porque no había un sistema oficial de ingreso específico y propio para la “Bioética”. Los miembros de la primera generación tuvieron que inventar la titulación, trabajando en ella antes de que existiera. Nadie les confirió oficialmente el título de bioeticistas sino que ellos se autoproclamaron como tales. No se requería un plan de estudios, ni había una formación estándar. Esta era la
situación a nivel internacional.

DG: Los que han dado en llamarse founding fathers de la bioética ya han desaparecido en su mayoría. Estamos en la segunda o tercera generación de bioeticistas. ¿Hay diferencias entre el enfoque de los padres fundadores y el de quienes les han sucedido?

SS: La diferencia radica en la mayor creatividad de los padres fundadores frente a quienes han ido recibiendo formación en una disciplina ya formalmente constituida. Los sociólogos han analizado las diferencias entre un movimiento y una institución. Aquí podemos decir que los de la primera hora conocimos la bioética en fase de movimiento, antes de que se institucionalizara. Ninguno de nosotros pensó que acabaría
dedicándose a la bioética: la disciplina no existía. La bioética ha crecido bajo nuestras manos. Fue una experiencia estimulante.

DG: En los cincuenta años que nos separan del inicio del movimiento por Potter en el año 1970, las ciencias biomédicas han tenido un desarrollo que nadie hubiera podido imaginar antes. A la vez que se sucedían las novedades, surgían los problemas, a veces de extrema gravedad, ya que las decisiones que se tomaban eran de vida o muerte. Eso hizo que el desarrollo de la bioética fuera extremadamente rápido, y que de ser una disciplina cultivada por un pequeño grupo de iniciados, pasara a ser tema de dominio público, con programas de formación en todas las facultades de medicina, un enorme aluvión de publicaciones, etc. Tan rápido ha sido el desarrollo, que la velocidad ha impedido a veces la necesaria reflexión. ¿No te parece que la necesidad de dar respuestas inmediatas ha llevado a la precipitación, haciendo casi imposible la reflexión serena que exigen cuestiones tan graves como las que estudia la bioética?

SS: Los grandes problemas subyacentes siempre están ahí; surgen cuando intentamos dar respuesta a comportamientos concretos. Solo daré un ejemplo. Actualmente en Italia nos enfrentamos a la legalización del suicidio asistido. Inevitablemente, surgen cuestiones filosóficas y culturales, en las que se basan las opciones éticas y que lindan con el ámbito jurídico: la disponibilidad de la vida, la autonomía personal, el papel de la
sociedad en las relaciones de cuidado, la frontera entre la legalidad y la ética. Los problemas antropológicos subyacentes se han debatido durante siglos y esperamos que continúen haciéndolo en el futuro. Desde este punto de vista, la bioética se asemeja al arte del patinaje sobre hielo: la realidad humana sobre la que nos movemos cambia bajo nuestros pies y mantener el equilibrio, entre estabilidad y cambio, requiere una especial experiencia.

DG: Esta precipitación se advierte en la desproporción que hay entre la literatura dedicada a la resolución de problemas prácticos puntuales y la mucho más escasa sobre cuestiones de fundamentación. Parece como si esto último fuera un ejercicio intelectual superfluo del que se puede prescindir.

SS: No todo el mundo tiene las herramientas intelectuales y el tiempo para dedicarse a los temas que forman la base profunda de la disciplina. Sobre todo porque la bioética tiene como interlocutores privilegiados a los profesionales de la salud, que tienen una orientación operativa y práctica. Lo importante es que no se interrumpa el diálogo entre los dos lados de la bioética, el de las reglas concretas y el de su justificación argumentativa.

DG: ¿Tiene eso algo que ver con el hecho de que la bioética naciera en los Estados Unidos? Albert Jonsen, uno de los founding fathers, ha hablado de que la bioética es un típico producto de lo que él llama el “American ethos”. Esto ponía de muy mal humor a uno de los grandes representantes de la bioética europea, Henk ten Have. ¿Se enfocan de modo distinto los problemas éticos según el lado del Atlántico del que uno proceda o en el que esté situado?

SS: Confieso que tengo alguna dificultad para legitimar el adjetivo de bioética americana (¿y sudamericana?), europea, asiática… Hay diferencias: es cierto. Yo mismo, presentando en la traducción italiana tu importante manual Fundamentos de la bioética.
Desarrollo histórico y método, sugerí enmarcar tu aportación bajo la etiqueta de “bioética mediterránea”, intentando, más que defender el nivel del mínimo ético, buscar las soluciones óptimas a los problemas que la vida le ofrece. Me apoyé en la distinción, oportunamente propuesta por ti, de dos niveles: el de la moral mínima y la moral máxima.
Las diferencias entre los diferentes enfoques existen y deben valorarse. Precisamente el contraste en profundidad entre los pioneros de la bioética que intenté reflejar en mi libro La bioética. Biografías para una disciplina, que mencionaste, me convenció de la riqueza de las diferencias. Si hubiera una bioética uniforme y monolítica, la vería como un empobrecimiento.

DG: De aquí mi siguiente pregunta: ¿cabe hablar de una “bioética latina”? Y caso de que así fuera, ¿cuáles serían sus notas más significativas? Los países latinos se caracterizan por haber sido y ser de religión católica. ¿Es este un dato relevante a la hora de construir una disciplina como la bioética?

SS: De nuevo volvemos al tema de las adjetivaciones de la bioética. En este sentido, tengo una experiencia deprimente. Cuando en Italia la disciplina comenzó a tener una relevancia cultural innegable, con las repercusiones anejas en la regulación política del comportamiento, hubo un intento por parte de la Iglesia de monopolizarla. Así se empezó a hablar de “bioética católica”. Sus reglas éticas eran perfectamente superponibles, ¡casualmente!, a las de la moral religiosa. Como reacción, frente a la
bioética católica, surgió la “bioética secular”, con sus publicaciones, sus iniciativas culturales, sus instituciones. Por no hablar del examen a los miembros del Comité Nacional de Bioética, para asegurar que las dos áreas estaban igualmente representadas, sin desequilibrios hacia el lado católico o el laico. Así, a cada bioeticista se le dio una etiqueta de pertenencia. Cada una de las dos bioéticas presuponía la existencia de la otra y la tomaba como justificación de su enfoque diferenciado. Personalmente considero esta dicotomía como un fracaso de lo que proponía el movimiento de la bioética en su inspiración original

DG: Vivimos en la época de la “secularización”. ¿Supone eso que la vivencia religiosa ha desaparecido de la vida humana, o significa más bien que ha abandonado muchos de sus rasgos clásicos? ¿Crees que la secularización ha permitido purificar la experiencia religiosa? ¿En qué podría consistir hoy esta?

SS: La tesis de Dietrich Bonhöffer y otros académicos que vieron la secularización como una oportunidad para que la religión se deshaga de sus aspectos antihumanos, ya no es tan popular como lo era hace algunas décadas. Sin embargo, hoy tiene una nueva vitalidad en la esfera de la espiritualidad. El declive de la espiritualidad de sacristía abre nuevos horizontes: descubrimos la espiritualidad como una dimensión de lo tout court humano.

DG: Un tema recurrente en tu obra es el de la “espiritualidad” en la vida del ser humano, y en especial cuando esta entra en crisis, como sucede en el caso de la enfermedad.

SS: Los acontecimientos del cuerpo —salud y enfermedad, fragilidad, decadencia, camino de la muerte— son al mismo tiempo el terreno de elección para las reglas de comportamiento inspiradas en la ética y para el camino de la autorrealización. A esto podemos atribuir el nombre de espiritualidad. No todos los seres humanos están igualmente orientados hacia la espiritualidad que surge en la relación de cuidado. El discriminante es lo que se entiende por curación. De forma muy esquemática, podemos
decir que hay quienes esperan del tratamiento sólo “volver a la situación anterior” a la enfermedad (es lo que tradicionalmente se ha llamado restitutio ad integrum); otros aceptan que en el proceso de tratamiento se modifica la forma de vida de la persona con una reorganización de sus valores y prioridades, accediendo de ese modo a una salud diferente; otros, a través de la patología y el proceso de tratamiento, avanzan
hacia un objetivo que Nietzsche ha llamado “la Gran Salud”. Bueno, la espiritualidad, presente o ausente, tiene que ver con estos diferentes caminos de autorrealización.

DG: Tú has criticado en varios artículos el modo como generalmente se entiende el “consentimiento informado”, una de las grandes novedades de la bioética, porque en él generalmente se confunde “comunicación” con “información”. Este es el origen de muchísimos conflictos, por falta de formación de los profesionales en técnicas de comunicación, sobre todo cuando hay que dar malas noticias.

SS: Si me preguntas qué considero un éxito en mi vida profesional bajo el signo de la bioética, no tengo ninguna dificultad en indicar que el consentimiento informado. Cuando comencé a promover la bioética, en la década de 1980, el consentimiento informado ni siquiera existía como concepto. Y mucho menos como práctica. Se consideraba buena
medicina aquella en la que era el médico quien decidía, “en ciencia y conciencia”, lo que debía hacerse en beneficio del paciente. La información era algo gratuito que, en todo caso, dependía de la bondad de la mente del cuidador. No llevo cuenta de las horas que he dedicado a capacitar a los médicos en el tema del consentimiento informado, buscando convencerlos de que las reglas del juego han cambiado en medicina. Al final, la información y el consentimiento han pasado a ser oficialmente reconocidos como un rasgo característico de la buena medicina. Para que conste, el Código de Ética de los médicos italianos lo introdujo oficialmente en 1995.

DG: Relacionado con lo anterior está tu interés por los “cuidados paliativos”. No en vano una de las consignas de ese movimiento es la “comunicación abierta” entre los profesionales y los pacientes, frente al secretismo tradicional en medicina.

SS: Los cuidados paliativos requieren absolutamente un proceso de comunicación. Yo añadiría: no se trata de dar, de forma más o menos delicada, la información que contiene la mala noticia (la no respuesta al tratamiento, el acercamiento imparable del final). El primer paso de este proceso no es la información, sino la escucha. El cuidador primero
debe establecer “si” el paciente quiere ser informado, “qué y cuánta” información sobre su condición está dispuesto a compartir. La información hasta el final amargo, sin respetar la disponibilidad interior del enfermo, podría constituir un acto de violencia psicológica.

DG: Una de las funciones más importantes de la bioética, si no la fundamental, es educar a la población. Los cuidados paliativos se han propuesto algo tan difícil como “enseñar a morir” y crear una nueva cultura en relación a la fase final de la vida. Pero tan importante como eso, si no más, es “enseñar a vivir”. Todo esto obliga a replantear los conceptos de “salud” y “enfermedad”. Tú has escrito un libro sobre Guarire tutto
l’uomo. La bioética tiene que “enseñar a morir”, pero también hay que “aprender a vivir”, reeducando a la población en la gestión sabia y prudente de la propia vida.

SS: Al reflexionar con los profesionales de la salud -médicos, enfermeras y otros cuidadores- a reflexionar sobre el cambio que se está produciendo, lo que podemos resumir como la transición de la ética médica a la bioética, nos dimos cuenta de que esto es la mitad del trabajo. La población en su conjunto también debe avanzar hacia un cambio similar. Lo que, con un término inglés, llamamos empowerment del ciudadano no lo puede dar el cuidador: debe ganarlo la persona misma. De este “empoderamiento”
emanan la buena vida y la buena muerte. No todos los médicos están dispuestos a ampliar el concepto de atención para incluir estas dimensiones. Como dice un protagonista de la serie de televisión del Dr. Kildare, “nuestro trabajo es mantener viva a la gente, no enseñarles cómo vivir”. Al mismo tiempo, no todos los enfermos desean una curación que se extienda a “todo el hombre”. Por eso diría que lo fundamental en el
proceso de tratamiento es el discernimiento. El cuidado debe ser como un traje cortado a la medida; no un vestido prêt-à-porter que se adquiere en unos grandes almacenes.

DG: A otro de tus libros le pusiste por título La alianza terapéutica. Muy utilizado en psicoterapia, el término “alianza” tiene connotaciones bíblicas. La alianza no es un simple pacto o contrato, porque resulta de algún modo irrompible. En los relatos bíblicos, Yahvéh dice varias veces que se “arrepiente” de haber creado al hombre, pero nunca rompe la alianza. ¿En qué sentido puede aplicarse esta categoría al caso concreto de las relaciones entre el médico y su paciente?

SS: Francamente, no sé si hoy volvería a poner a un libro, como hice en 1988, el titulo de La alianza terapéutica, precisamente por las razones bíblico-teológicas que has destacado. Con el tiempo, me he vuelto más consciente de que el cuidado debe incluirse entre los deberes profesionales. No necesita la aureola propia de una misión especial.
El concepto de alianza en el ámbito religioso es absolutamente asimétrico, mientras que en la realidad clínica hay que pasar de la actitud pasivo-receptiva del paciente a una más activa y colaborativa, y por tanto más cercana al pacto. Sin embargo, hay un aspecto del pacto bíblico que me gusta traer de vuelta a la práctica clínica: la disponibilidad del terapeuta en su trato con el paciente, independientemente de los méritos y deméritos de éste. Si el Dios bíblico “hace que el sol salga sobre buenos y malos y haga llover sobre justos e injustos” (Mateo 5:45), el cuidador brinda cuidado sin
importar las cualidades personales. Esta dimensión del profesionalismo solidario va más allá de la simple reciprocidad social. El terapeuta trata sobre la base de la necesidad del paciente, poniendo entre paréntesis lo que califica a la persona como éticamente buena o mala.

DG: Es imposible no hacer referencia en este tiempo a la pandemia de Covid-19. Tú acabas de escribir un libro sobre el tema, Pensieri contagiosi: Ripensare la normalità nell’emergenza pandemica. ¿Qué lecciones podemos aprender de esta epidemia?

SS: Me hace pensar en el concepto de “emergencia”. En el sentido habitual, evoca una situación en la que la vida se ve amenazada por un peligro inminente que nos lleva a hacer todo lo posible para eliminarlo. Una vez terminada la emergencia, vuelve la normalidad. Para mí, la pandemia de covid-19 ha permitido ver otra imagen de la emergencia. En un sentido literal, podemos decir que algo que estaba oculto “emerge”, a raíz de, por ejemplo, un terremoto que lo hizo emerger. Pues bien, si la emergencia
que combinamos con la pandemia es de este tipo, la visión cambia. Cosas que ya antes iban mal, ahora han salido a luz. Me refiero a nuestra relación con la naturaleza y también a la distribución de los servicios de salud. Si es así, nuestra esperanza no es volver a lo de antes, sino introducir los cambios necesarios. Estos son los “pensamientos contagiosos” que necesitamos.

DG: Pero ese no es tu último libro. Acabas de publicar otro que lleva este bello título: Sulla terra in punta di piedi: la dimensione spirituale della cura.

SS: No es infrecuente que la espiritualidad, especialmente de matriz religiosa, sea vista como hostil a la vida terrena y al placer que produce; la espiritualidad, por tanto, se equipara a una orientación proyectada sobre la “otra vida”. Una espiritualidad, en cambio, mezclada con tierra, es la que camina por los caminos del tratamiento.
Simbólicamente, es esa dimensión la que nos lleva a ponernos de puntillas. Nos lo ofrece tanto la filosofía como la psicología, el arte como la ecología; además, por supuesto, de la asistencia sanitaria. Son todos estos caminos los que se proponen en el volumen que recientemente he publicado: una espiritualidad inclusiva en vez de excluyente.

DG: Gran parte de tu actividad docente la has llevado a cabo en un centro privado, el Istituto Giano en el que, además de publicar primero la revista L’Arco di Giano y después Janus, has impartido un amplísimo número de cursos de formación para profesionales de la salud. ¿Cómo ves tú los programas de formación, tanto públicos como privados, sobre Bioética y Humanidades Médicas en Europa y América? Después de tu amplia experiencia, ¿qué recomendaciones harías de cara al futuro?

SS: La formación sanitaria es un never ending job. Lamentablemente, las dificultades
económicas que atraviesan todos nuestros países, han llevado a recortar los programas de formación: una elección miope. Digo esto respecto a la formación de profesionales, porque la de los ciudadanos ni siquiera ha comenzado. Pero solo a partir de una gran inversión en formación podremos imaginar un futuro diferente.
Podemos aprender una lección de este proceso inconcluso. La bioética ha demostrado que se podía cambiar el modelo de relación entre cuidadores y enfermos que se había ido consolidando a lo largo de los siglos, hasta el punto de que se creía ajeno a los cambios sociales. Desafortunadamente, el producto del cambio no siempre ha ido en la dirección deseada, como lo demuestra la creciente hostilidad hacia los cuidadores y las relaciones conflictivas en la medicina actual. Todavía se requiere mucha formación, pero tenemos al menos una certeza: los cambios son posibles. Esperamos un compromiso creativo de la nueva generación de bioeticistas y entusiastas de las Humanidades
Médicas que han tomado el testigo de la generación de los pioneros.

DG: ¿Quieres añadir algo más?

SS: Si tuviera que señalar una prioridad que merece todos nuestros esfuerzos, señalaría la tarea de crear una nueva confianza en la medicina. Imagino el cuidado como una mesa de tres patas. Las identifico con los nombres de pastillas, palabras y confianza.
Las píldoras simbolizan todo el arsenal terapéutico, del que somos más ricos que ninguna generación anterior; las palabras son las nuevas relaciones que han reemplazado a las relaciones paternalistas y autoritarias. La tercera pata, la confianza, es lo que une a los profesionales sanitarios con quienes se benefician de ella. En esta mesa de tres patas, si una falla, la mesa no se sostiene. Y la confianza es hoy la más
endeble. No podemos volver a los modelos de confianza pasados. Necesitamos dar un nuevo impulso a esta relación dentro de un modelo adulto-adulto. Este debe ser el terreno privilegiado de formación. Permíteme concluir con una frase que escribiste hace ya tiempo, en un libro que aspiraba a hacer balance de Veinte años de bioética, visto en
nuestro entorno cultural: “Nuestros pacientes no están tan preocupados como los anglosajones por el respeto a su autonomía y la información escrupulosa sobre su enfermedad; más bien, están interesados en conocer a un médico en el que puedan confiar. Para ellos es más importante la virtud de la confianza que el derecho a la información”. Han pasado treinta años: este año celebramos simbólicamente el 50 aniversario de la publicación del libro de Van Rensselaer Potter que introdujo el neologismo de la bioética. El énfasis en la prioridad de la confianza es hoy más relevante que nunca.

DG: Muchas gracias, Sandro, no solo por haber accedido a esta entrevista, sino también por todo lo que has contribuido con tu obra a la mejora de la calidad y la cultura médicas

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